Siempre que tenemos que hacer una reseña sobre un lugar se arma un debate en la mesa antigourmet. Muchas veces nos cuesta horrores «etiquetar» a un lugar como: bodegón, cantina, parrilla, restaurante, pulpería o club. Porque como todo en esta hermosa vida, estos lugares también van cambiando con el tiempo. Adaptando su fisonomía, brindando un nuevo servicio o mutando sus funciones. Pero si de hablamos de mutar, les podemos asegurar que El Puentecito es un X-Men (y te la pelea palo a palo con Magneto).

Acá van las etapas de la mutación: pulpería, despacho de bebidas, almacén, fonda, bodegón, cantina y restaurante. ¡Mamita! Le faltó ser zoológico nomás. Aunque imaginando un poco la fauna que frecuentaba este lugar, allá por 1873, no nos animaríamos a decir que no funcionaba como tal.

En definitiva, hay tanto para contar que es preferible ir y vivir la propia experiencia. Porque conocer la historia de este lugar, te permite recrear la historia del barrio, de la ciudad y de la sociedad. Sus costumbres, sus trabajos, su música, sus pasatiempos y sus aperitivos. Acá te dejamos un resumen de ella…

LA HISTORIA

Allá por 1750 era una pulpería. No hay muchos datos de aquella época, pero era un lugar de parada obligada para los gauchos que se querían tomar un traguito de ginebra y caña, mientras aprovisionaban las carretas para sus viajes. Los dueños actuales, descubrieron en el patio un pozo (de 5 metros) que se usaba para mantener las bebidas frescas. No encontraron rastros de una escalera, así que no sabemos cómo carajo hacían para sacar una botella de ginebra de ahí abajo. Cosa ´e mandinga.

En noviembre de 1873, a unos cuantos metros del Puente Pueyrredón, nacía «El Puentecito» como una fonda. Ojo al piojo, antes no se llamaba Puente Pueyrredón, se llamaba Puente Gálvez. Pero ponemos Pueyrredón porque si te confundís y en el GPS ponés «Ir a Puente Gálvez», capáz que terminás en el medio de Galvéz provincia de Santa Fe; y nos vas a putear por haberte tirado cualquier fruta.

Ahora, vos pensás que el lugar se llama así porque está al lado de un puentezote muy grandote. Bueno, no. Le pusieron este nombre en honor a otro puentecito de madera muy cerca de la zona, bajo el cuál corría un arroyo. Imaginar un arroyito, con peces y un puentecito de madera en el medio del Riachuelo cuesta horrores. Pero no hay que desesperarse porque María Julia dijo que lo limpiaba en 1000 días y en el momento de escribir estas líneas recién van… 7887. ¡Mierda que se le escapó la tortuga a esta mina!

En fin… también nos contaron que en sus comienzos tuvo otro nombre: «La Cancha», porque se jugaba pelota vasca (paño de cuero en mano) contra un frontón, atrás del local y también tenía cancha de bochas. Había muchos vascos lecheros por la zona, así que caían a comer, chupar y divertirse un rato.

Tuvo una etapa en la que fue un reducto exclusivamente masculino, porque con el boom de las empresas frigoríficas en la zona, todos sus empleados coparon el lugar. Pero los tiempos fueron cambiando, El Puentecito se convirtió en un hito para el barrio de Barracas y sus alrededores. Comenzó a caer gente de todo tipo, grupo y factor. Corría el año 1958 cuando se convirtió en una Cantina Familiar.

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Políticos, artistas, figuras del deporte y participantes de Gran Hermano han pasado por sus puertas.

Hipólito Yrigoyen salió a uno de sus balcones para pronunciar su discurso, antes de convertirse en presidente argentino, allá por 1912. Lo mismo que Alfredo Palacios que eligió este lugar para hablarle a sus seguidores. Raúl Alfonsín era habitué del lugar, incluso siendo presidente volvía cada dos por tres a comer sus platos favoritos.

Los artistas Benito Quinquela Martín y Julio César Vergottini eran clientes fieles del lugar. Al igual que Ángel Vargas, el ruiseñor de las calles porteñas. También pasaron los jugadores de Racing e Independiente de todas las épocas, que terminaban de jugar y se iban a morfar algo rico. Incluso personajes como Pedrito Rico o Guy Williams («El Zorro») se sentaron en sus mesas. Imaginen si habrá anécdotas para contar.

¡¡¡HAY UNA FOTO DE ZAMBA QUIPILDOR!!! Gran ídolo antigourmetero. Nuestra Teoría Nº 19 indica que si en el recinto hay una foto de Zamba Quipildor, el queso y dulce de ese lugar es excelente.

Desde que abrió sus puertas, no se cerraron más. Porque una frase de cabecera del lugar es: «El Puentecito nunca cierra» (solamente en Navidad y Año Nuevo), así que no tenés excusas. Podés ir el día que quieras que te van a atender como un duque y vas a conocer uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad de Buenos Aires. A disfrutarlo.

EL LUGAR

Todo el Equipo Antigourmet emprendió la caravana con el Huevomóvil a la cabeza. Si no tenés auto e igualmente querés ir, quédate tranquilo. Hacé la plancha, porque la logística antigourmetera te asesora en todo. Agarrás el 12 y te deja justo en la puerta porque ahí termina su recorrido, o sea que te podés dormir un siestón tranquilamente.

Hay quienes dicen que la ubicación es fea para ir de noche o que queda un toque lejos. Pero a un antigourmetero no le importan esas nimiedades. No nos caracterizamos por adjetivar los barrios, sino por morfar mucho y bien.

Igualmente, como a una cuadra del lugar se encuentra Sr. Tango, que está lleno de turistas todas las noches. Así que si sos un ratón como nosotros, no te preocupes. Porque seguramente los chorros tengan fijas sus miradas en la vieja alemana con tapado de piel de zorro estepario que cruza la calle y no en vos que tenés el mismo pantalón puesto desde hace 8 años (hacele caso a tu novia o esposa, comprate un jean nuevo papanata).

El trayecto es muy ameno, especialmente de noche. Todas fábricas, depósitos y conventillos. Así que si vas con una mina en el auto, te recomendamos que le pongas un pañuelo negro en los ojos y auriculares a todo trapo (con canciones de Xuxa de ser posible), para abstraerla de la realidad y que no te haga cagar las patas con comentarios escalofriantes como: «acá nos violan», «¿a dónde me traés Ricardo?», o el peor de todos: «tengo que pasar por un cajero».

Ahora… una vez que llegás. Te vas a dar cuentaque todo marcha bien. El dia que fuimos nosotros había dos BMW en la puerta y una camioneta que medía 94 metros de largo. El lugar es un faro para el barrio, así que andá tranquilo.

Ni bien entrás, te tiran toda la historia encima. Recortes de diarios enmarcados y fotos de famosos por doquier. Vas a poder ver la mutación del lugar y sus protagonistas colgada en las pared.

Los mozos empilchados y engominados como en las viejas épocas te preparan la mesa al toque. A nosotros nos tocó Jorge. Un fenómeno que trabaja hace 39 años en el lugar. Si nos decís que te atiendió mal, vamos y te pintamos toda tu casa gratis. No es la elocuencia convertida en mozo, pero cuando le pedís los platos y te los cuenta empezando con el dedo meñique te enamorás.

ENTRADAS

Omelette de alcauciles: no tiene desperdicio y vas a arrancar la velada con una sonrisa. Lo pedimos por recomendación del mozo. Nunca lo habíamos probado en ningún lado. Te lo traen hecho a tu gusto, como si el cocinero te lo sacara de la mente por telepatía. Podés compartirlo entre dos.

Rabas: nos quedó la duda si eran rabas o tiburones. ¡Mamadera! Las rabas más grandes de la galaxia. Se ve que ese calamar era un antigourmet del océano porque estaba bien alimentado. Crocantes, frescas, contundentes y abundantes.

Matambre con rusa: fetas finitas, unas 6. Muy rico el gusto y todo super casero. Nos quedamos con ganas de un poco más de rusa.

Tortilla a la española: el tamaño es mediano. Cuando la vimos llegar, dijimos: «media chicuela», pero cuando probamos la costrita doradita de alrededor nos callamos la boca. De todos modos, la joda está en otro lado. Un cardúmen de chorizos colorados te esperan en su interior. Maravillosa.

PRINCIPALES

Asado de tira El Puentecito: en la carta dice «tira de 1,200 gramos», así que como antigourmeteros que somos, nos agarró una alegría indescriptible. Cuando llegó nos agarró un bajón tan indescriptible como la alegría. Si sumamos la bandeja, la carne y una teta de Moria Casán capáz que llegamos al kilo doscientos. Una farsa. Así que si la vas a pedir, tenés que amenazar al dueño antes. Muy tierna, muy rica, pero muy poco.

Suprema Maryland: la bandeja en la que vino la milanga tenía los mismos años que el lugar: 141. Así que con eso ya levantó el nivel de la noche en un 178%. Medía como un metro y estaba espectacular. La banana era un milagro. Tremendamente crocante.

Costillas a la riojana: tiene todos los ingredientes necesarios para ser oriunda de La Rioja, menos las patillas del Carlo. Cuando llega el plato pensás que le pifiaron, porque es una montaña de arvejas. Pero cuando empezás a excavar descubrís la carne se te llenan los ojos de lágrimas. Tierna, a punto, grandota. Muy ricas las papas que acompañan el plato.

POSTRES

Don Pedro: «Ahhhhh! Esto sí que tiene wiki», dijo La Bestia Antigourmetera de Maxi. No sabemos si hablaba del whisky o de la wikipedia, pero parece que le gustó.

Queso y dulce: ¡Un jenga! Falta que venga Sofovich a traerlo en persona y estamos listos. Dos porciones de queso y dos porciones de dulce. Una arriba de la otra en perfecto estado de equilibro y composición. Dulce Arcor de lata: primera A.

Copa El Puentecito: nueces, crema, dulce de leche y chocolate. Vas a ver que cuando lo termines te van a dar ganas de tirarte a nadar un ratito en el Riachuelo. Controlate.

Flan mixto: por 24 pesos te clavás un mixto de novela. No es el más grandote que comimos, pero el dulce de leche garpa como loco.

CONCLUSIÓN

Tenés que conocer El Puentecito. Cierra dos días nomás. Así que tenés 363 días del año para ir. Vas a conocer un lugar emblemático de nuestro país y vas a comer bárbaro. Charlá con los mozos, con el encargado, mirá los cuadros, leé las notas pegadas y vas a ver como de a poquito el lugar te va a incluir. Porque como dice su dueño: «contamos con ustedes para seguir haciendo juntos más historia».

¿Dónde queda? Fijate acá.