Contrariamente a lo que en general sucede, ese día el equipo Antigourmet se encontró sin un rumbo fijo al cual dirigir sus prominentes estómagos. Por eso, se juntó en una cervecería como para entrar en calor y decidir el nuevo destino gastronómico.

Mientras se debatía entre cantinas, bodegones y clubes, nos informaron que unos amigos colombianos, de paseo por acá, se sumarían a nuestra mesa. La presencia de un extranjero siempre es bienvenida, no sólo porque está bueno contarles un poco sobre las tradiciones culinarias porteñas, sino porque además es la excusa perfecta para empacharse de asado. Llegado a este punto, tomamos la decisión por ubicación y por necesidad: La Gran Taberna.

Un sitio de tradición que con el tiempo ha logrado hacerse de un nombre reconocido. Arrancó allá por mediados de los 70, con una sucesión de dueños españoles que siempre se han jactado de servir buena y abundante comida. Y esa línea llega hasta la actualidad, cuando el lugar se encuentra en manos de José Álvarez.

Lo primero que hay que decir es que siempre está lleno. Siempre es siempre. Tenemos la impresión de que debe haber gente adentro hasta cuando está cerrado, mirá lo que te digo. Y como no podía ser de otra manera, llegamos y hubo que hacer tiempo. Nos agarró José, su dueño, apenas pusimos un pie adentro del salón y nos preguntó cuántos éramos.

“¿Siete? Hay que esperar. Son 15 minutos nomás. Pero no se me queden parados ahí que me cortan el tránsito de la cocina”.

Y así como así, nos mandó a todos para la calle. Claro, afuera hacía 4°C (o 39° Fahrenheit, si te cabe el nombre raro), y daba la impresión de que teníamos destino de estalagmitas gordas (las estalactitas son las que caen del techo, no?). En fin, el gallego al vernos frizzados en la vereda, rápido de reflejos, se asomó y dijo:

«Acá al lado está mi rotisería, entren y me esperan un ratito. Yo les aviso.»

Viéndolo en retrospectiva, el tipo quiso jugar con nuestras emociones y panzas. Es como juntarte a hacer la previa con tus amigos y no poder chupar. “Me cortaron las piernas”, dijo alguno por ahí. Pero cuando entramos al local de al lado, todo cambió.

LA ROTI

La rotisería es toda una experiencia en sí misma, incluso si no tenés un morlaco podés hacer la salida antigourmet en la rotisería. Le decís a la patrona que acomode las banquetas, mientras vos comprás una tónica y un par de sanguches. Ponés la radio con algun partido del Nacional B y te armás una panzada ahí nomás. Si tenés pibes chicos les podés enseñar a leer porque hay carteles con comida pegados por todos los ángulos.

Es una típica despensa de las de antaño, de esas que frecuentaba tu viejo cuando iba a comprar el fiambre y el Amargo Obrero para la picada del domingo. Mirás las heladeras y te querés comer todo. Hay, más o menos, unos 4 millones de frascos y latas de todo tipo y factor. Y apiladas de tal manera que son una obra de ingeniería (nos dimos cuenta que el tema construcción de estructuras es una de las características de La Gran Taberna, ya van a ver porqué se lo decimos).

Había una cortina colgando de chorizos colorados, que hicieron emocionar a todo el equipo. Se rumorea que alguno largó una lágrima de cocodrilo y la quiso maquillar diciendo que le había entrado un cacho de provoleta en el ojo. A eso sumale todas las bebidas -alcohólicas y de las otras- que se te puedan ocurrir en un lugar como este. Un poema antigourmetero y ni siquiera estábamos en el salón principal.

Pero no solamente te volvés loco con lo que tienen exhibido, porque como te dijimos antes, los muy desgraciados te escriben en cuanto cartel, pizarrón o cacho de papel encuentran. El rejunte de barbaridades que podés comer es inacabable. Si hasta tienen pegada una carta al lado de la heladera, como para que te vayas poniendo al tanto de lo que te espera.

Las personas que entraban a buscar paquetes de morfi para llevar a la casa, nos miraban de reojo, como desconfiados. Tiene sentido, porque éramos siete zombies de The Walking Dead, con un hambre asquerosa, colgándonos de sus hombros para pispear lo que se llevaban, preguntándole si era rico y si nos recomendaba comerlo. Pobre gente, un susto tremendo.

Vale decir que el salón principal y la rotisería/despensa están pegados. Hay una pared de por medio que permite que los mozos, y el mismo José, tengan un ida y vuelta al mejor estilo Roberto Carlos en Brasil del 2002. Así que luego de pasados veinte minutos apareció la cabeza del gallego a través de la abertura de la pared para avisarnos que teníamos la mesa lista.

EL SALÓN

Para qué contar que salimos por una puerta y entramos por la otra como unos desaforados. Casi tenemos un accidente con uno de los mozos que venía de contramano y sin luces; aunque probablemente éramos nosotros los que íbamos al revés. Por suerte el tipo tiró un rebaje y freno de mano que le permitió esquivarnos y seguir su ruta sin que se le caiga un raviol de la fuente. Nigel Mansell, un poroto.

Llegamos a la mesa, nos apropicuamos para morfar y apareció Carlos, el mozo. La verdad que el tipo se toma su tiempo para atenderte. No se apura para nada, y no lo apures porque te va a ir mal. Te maneja los tiempos. Si hay que salir rápido te tira el pelotazo; si no, la duerme abajo del pie y te larga el plato cuando ve que estás empezando a transpirar.

El salón sigue la línea antidecorativa de la rotisería. Jamones, ajos, botellas de vino, una cabeza de ciervo embalsamada y unas luces psicodélicas que la verdad, no entendimos, pero que aprobamos totalmente en honor a la estética bodegonera. Parece ser que el local era más chico y hace unos años le compraron al vecino la propiedad para ampliarlo. Y ahí le clavaron el neón. Sutil.

Es un lugar para comer y no para hablar. Está hasta las bolas de gente y es complicado meter un bocadillo cuando hay 100 personas tratando de pronunciar una frase con un pedazo de carne en la garganta.

Como es costumbre en el Antigourmet, nos pusimos a charlar con nuestro mozo para ver qué nos recomendaba. Y a partir de ahí salen los platos que reseñamos, ante la mirada pasmada de los amigos colombianos que empezaron a darse una idea de lo complicada que iba a ser esta noche.

ENTRADAS

Tortilla de seso y cebolla: en esta no le seguimos la corriente al mozo y nos clavamos. Le preguntamos si la recomendaba y nos dijo que no, que a él no le gustaba el seso. Pero como el plato no lo conocíamos, la pedimos igual. Nos gustaba babé y llegó pasada. Vale aclarar que el mozo nos avisó que se les había pasado, que si queríamos nos traía otra. Pero veníamos con tanta hambre que le entramos así nomás. La verdad que un poco desabrida. Buena porción, eso sí. Quizás si hubiese estado como la pedimos, mejoraba un poco. Un plato al que le faltó vida.

Rabas a la romana: muchas rabas. ¡Pero un montón, eh! Y además de un tamaño importante. Estaban buenas, no se sentía gusto al aceite, se dejaban disfrutar. Trajeron limón acorde a la cantidad de rabas. Un kilo de limones. Incluso había un pibe que ayudaba en la cocina que solamente cortaba limones, así que conjeturamos a morir durante toda la noche sobre el tema.

Aceitunas con ají molido: vienen como treinta, no dejamos una. ¿Se acuerdan de la imagen del desembarco de Normandía en “Rescatando al Soldado Ryan”? Bueno, imaginen aceitunas en vez de barcos, y aceite en vez de agua salada. Es lo mismo. Agarrás una y el resto se empiezan a mover como locas, no encontramos ni una aceituna tímida. Y para colmo, tienen un condimento especial que las convierte en un imperdible: ají molido a discreción. Tuvimos que pedir un plato para poner la cantidad de carozos que dejamos.

Y llegó algo escandoloso a nuestra mesa…

La Picadita: la pedimos con jamón crudo, queso, morrón y, para variar, más aceitunas. No teníamos ninguna expectativa, más que complementar un poco los demás platos. Pero nos sorprendió un ingrediente y podemos dividir la mini-reseña en dos partes: como un contrato de alquiler.

jamonPor un lado «el locatario»: una familia formada por el queso, el morrón y sus 6 hijos aceitunos (queso y morrón son novios desde hace 4000 años, se aman, adoptaron 8 aceitunos y piensan casarse en 2015). Alquilaron hace 1 año y medio, se quejan de las expensas y de la calefacción central que no funciona. En 6 meses les sube el alquiler, así que están pensando mudarse a una fuente más chica o una compotera de 1 ambiente.

Y por otro lado «el locador»: el amo del plato, el dueño de la inmobiliaria, el Alan Faena del tercer mundo, el asesino de paladares… con ustedes: el jamón ibérico. Es otra cosa. Como un sucundele de sabores. Andá a la rotisería, pedí 100 gramos, comprá un pan en los chinos (esos blanditos) y hacete un sanguche. Sentate en la plaza del Congreso, mandá a todos los políticos a la mierda y clavate el jamón crudo. Sentite vivo, carajo.

 

PRINCIPALES

Acá se complica el tema debido a que la carta es un bibliorato gigante con una infinidad de opciones. Y encima casi todo es para compartir. Entonces cortamos por lo sano y, siguiendo a Confucio (si entendés de lo que estamos hablando sos un gran seguidor del Antigourmet. Si no, mirá la nota de Los Orientales y después volvé), pedimos lo que estaba anotado en los pizarrones del salón.

Pata de jamón adobada con papas y batatas: (ojo, te están engañando, trae cebollas, morrones, pimienta y un montón de otras cosas): comimos dos, pero era para tres. Recuerden que los parámetros de cantidades de un antigourmetero puede no ser similar a los de los normales. Estaba bien tierna, se nota que la tienen cocinando como trescientas horas. Y la guarnición es impresionante por calidad y cantidad. Tubérculos para tirar para el techo. Todo con un caldo que acompaña impecablemente. Es una excelente opción para pedir. Sin duda una de las especialidades de la casa.

Tira de asado: No sé si a esta altura se acuerdan que llevamos a unos hermanos colombianos a comer. Y como todo visitante de nuestro país, lo que los mueve es la carne asada. Así que les dimos el gusto (somos más buenos en el Antigourmet!) y pedimos una porción de tira de asado. Trajo como para que comamos los siete. Te ponen la fuente en el medio de la mesa y te agarra tortícolis de la fuerza que hacés para mirar al que tenés del otro lado. No es una parrilla, y se especializa en comida española sobre todo, pero era una digna tira. En algunas partes un poco flaca, pero sabrosa, tiernita y bien cocida. La acompañamos con unas batatas fritas (ojo, hay que pedirlas aparte, la tira viene sin guarnición) que estaban un poco secas para el gusto de la mesa. Igual, los colombianos contentos, y eso es lo importante.

Paella: una barbaridad de plato, que fue rebautizado por el Equipo Antigourmet como «El Acuario de Temaiken». Alcanzó para servir a tres comensales, pero rebalsaba por todos lados. Traía de todo, incluyendo chorizo colorado. Nos habían contado que la especialidad es la cocina con mariscos y en esta no le erraron. Se nota que saben del tema. En un momento uno de los comensales empezó a tener palpitaciones de todo lo que había comido, pero ahí nomás nos pedimos otro tinto y con eso lo ayudamos a superar el trance. Vaso y medio después, estaba para seguir dando pelea.

POSTRES

Queso y Dulce: clásico del Antigourmet, infaltable en nuestra mesa. Buena porción, se puede compartir. Muy bueno el sabor del queso, que en definitiva es el que define al postre entero.

Panqueque de dulce de leche: son un binomio exquisito. Vienen quemados al rhum y con dulce de leche que desborda por todos lados. Recomendamos compartir, porque es tanto el relleno que tenés que pedirle al mozo que te traiga una espátula para despegártelo del paladar. Otro clásico bien representado.

Postre Gran Taberna: Nos llegó esta recomendación por las redes sociales y, como de costumbre, decidimos hacerle caso. Es un misterio. Creemos que el cocinero agarra todos los postres de la carta y los mete en un mismo plato. Tiene helado, obleas, duraznos, frutillas, ananá, dulce de leche, crema y en el medio de todo eso, bajo un Arco del Triunfo fabricado con obleas, rodeado de más crema y cerezas, ¡APARECE UN FLAN!

Contactamos dos ingenieros y un arquitecto para que nos explicaran cómo era posible que ese puente se mantuviera en pie. Nadie supo dar con una respuesta satisfactoria. Algunos tiraron que era la impecable combinación del dulce de leche con la oblea que hacía las veces de cemento; otros, que era cosa e mandinga! Ahora, en lo que es al gusto, todo eso por separado es increíble, pero en la mezcla se arma un cambalache de sabores que ya no sabés ni qué estás comiendo.

Si te gusta el helado, pedí helado. Si te gusta el flan, pedí flan. Si te gustan las obleas, pedite un Nesquik. ¿Todo junto? No es tan recomendable. Pero te sacás una foto con ese coso enorme, la mandás al whatsapp y te envidian todos (hasta la Tía Mirtha que hace la ensalada de frutas en Navidad).

CONCLUSIÓN

La Gran Taberna suma por su tradición y por su amplitud de oferta de platos. Es un buen lugar para ir a disfrutar de una cena con amigos o en familia. No lo recomendamos para ir de a dos personas, simplemente porque las porciones son demasiado abundantes y vas a terminar comiendo una tortilla y medio postre. La atención no es muy personalizada, porque obviamente, es un lugar conocido y está siempre lleno. Los mozos laburan a morir y no se pueden quedar a hablar con los comensales 45 minutos como nos gusta a nosotros.

Ahora… eso sí, el gallego te faja con los precios. Ojo al piojo porque vas a salir pelado como una papa. A mirar bien la carta porque hay hallazgos fabulosos, pero si te copás pidiendo se te va el aguinaldo.