Después de buscar bastante, entramos en la casa de la Familia Lázaro. Nos convenció que el lugar está atendido por ellos mismos y que es la tercera generación que lleva el negocio: Adrián, Alejandro y, ahora, Luis.

Un tipazo. Tremendamente amable y cordial. Mozo, encargado y dueño al mismo tiempo. Atento con los pedidos, los tiempos del servicio y los detalles para saborear mejor la comida.

Pedimos algunas cositas de entrada, o primero, como le dicen acá.

Marchamos Sopa Castellana (x2), Judiones de Segovia (x2) y una Paella (que fue el plato de la pavada porque casi nos morimos para liquidarlo).

Después llegó el Cochinillo. Un manjar de unos 5 kilos. Luis lo colocó en el medio de la mesa y nos invitó a probar la tradición de cortarlo con un plato.

Mati metió el primer platazo y lo llenó de grasa a Román. Después le tocó el turno a JP que con su platazo hizo que Luis grite: “Hombre, que le has jodido la oreja al tío”. La próxima vez, mejor con cuchillo.

Una vez cortado, Gema nos acercó un recipiente con la salsita y la sal que larga el Cochinillo mientras se va cocinando. Es para tirarle a la carne y darle un saborcito impresionante. Pero no hay que mojar el cuero porque se ablandaba mucho, solo a la carne.

Dicho sea de paso, el cuerito es una cosa maravillosa para comer con las manos y chuparse los dedos cada 20 segundos.

Una vez que terminamos de comer el plato principal, cosa que nos llevó mucho más tiempo de lo que calculábamos, decidimos pedir algunos postres.

La Natilla, que fue elogiada (y duplicada) por Vicky, fue lo que más nos gustó. Pero además, probamos un flancito, un arroz con leche y una tarta segoviana (que viene con una capa de mazapán de almendras).

Pedimos la cuenta y nos despedimos de la Familia Lázaro agradeciéndoles por su atención, mientras que JP hacía su propia (y larga) despedida en el baño del restaurante.