Para llegar hasta acá nos metimos por callecitas bien finitas que iban bordeando al río, con faroles cada 100 metros, un montón de flores, puertas bajitas y un montón de escalones para bajar hasta el puerto.
Mágicamente, y después de un rato de caminata, llegamos al lugar. Y como somos unos mostros, terminó siendo pegado a La Casa del Marinero.
Nadie se hizo cargo, pero es increíble que hayamos hecho media hora para terminar en el mismo punto. Realismo mágico.
Solana es una linda mezcla de mesón-restaurante.
El mesón funciona abajo, apenas uno entra, donde se pueden pedir algunos platos y hay una barra preciosa (con forma de quilla) para pedir una birrilla. Una pecera llena de bichos. Un techo de tirantes de hace un montón mil de años, dos arañas hechas con timones, redes en la pared y algunas cositas más modernas, como por ejemplo unas cavas zarpadas.
El restaurante está arriba y es más cheto, con mantelería coqueta, poquita iluminación, copones enormes y vinos bien caros. Claramente no subimos.
Y pedimos los siguientes platos: Paella, Pulpo a la gallega (amén), Fabada con almejas y un menú infantil, que venía con fetuccinis con tomate y queso.
El mozo está medio duro – se expresó Paula y todos le dijimos que era una exagerada.
Unos 2 minutos después, el mozo tiró 40 copas al piso. Calculamos que eran 40 por los decibeles que escuchamos y por la cantidad de tiempo que tardó en barrer todos los fragmentos de vidrio. Gran observación de Pau.
Comimos bárbaro, pagamos y arrancamos para el departamento.